Por qué publicar un libro


Publicar un libro en Argentina es, en muchos sentidos, un acto de terquedad. No porque la escritura no lo valga, sino porque el ecosistema editorial se parece cada vez más a un campo de batalla donde las reglas cambian todo el tiempo. Los costos de impresión, la distribución fragmentada, la competencia con plataformas digitales y la crisis del consumo cultural convierten el libro en un objeto de resistencia. Sin embargo, más allá de la urgencia de llegar a los lectores, hay algo que persiste: la necesidad de dar testimonio, de fijar una idea en el papel y de entender qué significa, en última instancia, existir en un libro.

No es solo un problema de mercado. La pregunta sobre el sentido de publicar atraviesa a cada autor de manera distinta, pero siempre se filtra el mismo dilema: ¿se escribe para los otros o se escribe porque no queda otra? En tiempos donde el algoritmo parece marcar el ritmo de la relevancia, la literatura se enfrenta a una paradoja brutal. Mariana Enríquez lo dijo sin rodeos: “Si uno empieza a escribir pensando en cómo va a gustar, se convierte en otra cosa. No está mal, pero ya no es literatura”. El libro, entonces, no debería existir solo en función de los lectores potenciales, sino como una forma de sostenerse en el tiempo, de materializar un pensamiento propio, de dejar una marca aunque sea mínima en un país que vive deslizándose entre crisis y renacimientos.

Los grandes nombres del mercado editorial suelen operar bajo la lógica de la tendencia. Publican lo que vende, lo que ya tiene un público asegurado, lo que no ofrece demasiados riesgos. Pero el sentido profundo de publicar un libro nunca estuvo ahí. Desde Walsh hasta Saccomanno, desde Selva Almada hasta Washington Cucurto, la literatura argentina se ha construido sobre el margen, sobre la escritura que no se pregunta a quién le habla sino qué es lo que tiene para decir. En un contexto donde las grandes cadenas de librerías cierran y donde la visibilidad depende de la capacidad de gritar más fuerte que el resto, los libros que importan siguen apareciendo donde menos se los espera.

No es casualidad que muchas de las editoriales más relevantes hoy sean pequeñas, independientes y sostenidas por sus propios autores. Publicar se ha vuelto, más que nunca, una decisión política, un gesto que no busca la validación inmediata, sino la permanencia. En un país donde lo efímero es la norma y donde el acceso a la cultura se vuelve cada vez más un lujo, el libro físico sigue representando algo que ni la inmediatez digital ni las fórmulas del marketing pueden reemplazar: la posibilidad de detenerse, de leer sin prisa, de habitar un espacio propio sin la urgencia de ser consumido y olvidado en el mismo movimiento.

El libro, en su sentido más profundo, es un objeto contra la velocidad del presente. Publicarlo no debería ser solo una estrategia para encajar en un mercado, sino una forma de hacer durar una idea en medio del caos. Un acto de insistencia. De permanencia.